Ningún país logra reparar a sus víctimas en tres o cinco años. Esto tomará mucho tiempo más. Pero si la ruta y los principios son claros, las víctimas sentirán que ese Estado es suyo, que se preocupa por ellos, y que no forman parte de algoritmos integrados a lógicas políticas o financieras.
Por
Javier Ciurlizza*
Todos los países que han debido enfrentar las secuelas de graves violaciones a los derechos humanos, han tenido que atender el asunto de las reparaciones a las víctimas, en el marco de la política de la justicia transicional. En situaciones tan diversas como Afganistán, Camboya, Sudáfrica, España, Alemania, Argentina, Chile, Perú, Guatemala, entre muchos otros, las preguntas giran sobre las mismas cuestiones morales y jurídicas; ¿es realista y viable reparar a todas las víctimas? ¿Cuál es el costo económico que la sociedad puede asumir? ¿Debemos reparar directamente o esperar las decisiones judiciales?
Las preguntas son legítimas en tanto reflejan las preocupaciones de los Estados por evitar mayores gastos para la caja fiscal y, al mismo tiempo, atender eficazmente a las víctimas. A los gobiernos les suele preocupar que las reparaciones clausuren las demandas judiciales. Al movimiento de derechos humanos le preocupa que las políticas de atención a las víctimas no impliquen renunciar a la persecución penal de los crímenes cometidos y a que se conozca a cabalidad la historia del horror. En todos los casos, sin embargo, a las víctimas sólo les preocupa que no se cargue sobre ellas la responsabilidad de la reparación o, en situaciones más complejas, que se les eche la culpa por no contribuir a la reconciliación.
La adopción, por parte del Senado de la República, de una ley para regular múltiples aspectos de la atención y reparación a las víctimas, constituye un inmenso acierto en la búsqueda de los equilibrios entre un Estado que se asume responsable frente a las víctimas y la sociedad y la asignación de recursos necesarios para que los programas que se desarrollen no se confundan con asistencia humanitaria o con meras prestaciones sociales. El proyecto incorpora la base fundamentalmente ética y política de las reparaciones, que no es poca cosa. Es a partir de este reconocimiento que los Estados empiezan a asumir de manera consistente la agenda que deja la violación, el crimen y la atrocidad.
Durante muchos años, varios países intentaron soslayar su responsabilidad de reparar a
las víctimas de la violencia a través de programas de focalización del gasto social, de inversiones productivas, de cobertura en servicios públicos, de otorgar acceso al seguro universal de salud o a las prestaciones educativas. El detalle en todas estas encomiables medidas, era que cualquier ciudadano – víctima o no – tiene el derecho constitucionalmente consagrado a que el Estado le garantice el acceso a estas prestaciones. Por ejemplo, cuando en el Perú se anunció que las víctimas serían incorporadas al seguro público de salud, hubo protestas y hasta burlas por parte de muchas de ellas que decían que era más fácil acceder al seguro de salud que ser efectivamente atendido en medio de todas sus deficiencias.
Otro acierto del proyecto de ley es su pretensión de ser integral. Aún cuando su articulado es limitado en cuanto a ciertos temas (por ejemplo, el de las prestaciones en salud mental), sin duda avanza en aquellos terrenos que fueron sólo mencionados muy someramente por el decreto 1290 (por el cual el Gobierno aprobó el Programa Administrativo de Reparaciones). La ley regula con detalle las prestaciones de carácter humanitario, la restitución de tierras y aspectos del procedimiento penal en cuanto a la participación de las víctimas, así como establece mecanismos permanentes de preservación de la memoria histórica. Esta pretensión de integralidad es una garantía del éxito de los programas, pues la experiencia comparada muestra que aquellas propuestas de reparaciones que se limitan a un solo aspecto fracasan o se vuelven precisamente inviables.
Así, en Argentina se buscó durante años que unos cheques con cuantiosas sumas (de hasta 200,000 dólares) cerraran el capítulo de las reclamaciones de las víctimas. Algunos sectores de víctimas rechazaron esta indemnización. Un obstáculo para esta política era la vigencia de las oprobiosas leyes de obediencia debida y punto final. Cuando finalmente la Corte Suprema argentina declaró nulas ambas leyes, la reparación empezó a encontrar sentido integrador con el enjuiciamiento de los responsables. Por otro lado, las graves limitaciones que enfrenta el programa de reparaciones en Sudáfrica tienen que ver con la falta de atención a las recomendaciones integrales de la Comisión de la Verdad y Reconciliación y el fracaso de la justicia de dicho país en procesar a aquellas personas que cometieron crímenes atroces y que se negaron a pasar por el proceso de la Comisión de la Verdad y Reconciliación o que simplemente mintieron para obtener amnistías.
El proyecto de ley aprobado en el Senado hace justicia a las víctimas al incorporarlas sin discriminación alguna, aún cuando falta precisar cómo se incluirá en su articulado el contenido del Decreto 1290. De esta manera, quedarían incluidas en los beneficios las víctimas provocadas por acción u omisión de agentes del Estado. Nuevamente, los senadores por unanimidad han respaldado la mejor solución posible, no sólo porque se ajusta a los principios internacionales, sino porque fortalece la viabilidad del proceso de reparaciones, al suprimir una causa de protesta y de falta de legitimidad del programa.
Las víctimas no pueden ser distinguidas en función de quién les disparó, o quién las masacró. Ernesto Sábato, al referirse a las víctimas de los movimientos subversivos argentinos y respondiendo a si ellos deberían ser incluidos en las reparaciones, decía: “los muertos son iguales en sus tumbas, la tierra los une y es ridículo pensar que una ley puede distinguir el dolor de sus familiares”. La discriminación en función de quién perpetró el acto no es buena consejera, ni por razones éticas ni por razones políticas.
La Cámara de Representantes de Colombia tendrá, a partir del 20 de julio, un reto formidable pero sustancial. Deberá preservar los innegables avances de la ley aprobada en el Senado, pero mejorando varios de sus aspectos. Dentro de estos podemos mencionar la necesidad urgente de aprovechar la ley para crear un programa administrativo que tenga pretensión de integralidad, es decir, que articule los esfuerzos del Estado en función de los derechos de las víctimas, y no al revés. Los Representantes bien podrían considerar desarrollar aún más la política de salud específicamente dirigida a las víctimas, en especial la atención de los inmensos traumas que deja la violencia.
También podría incorporar la dimensión colectiva de la reparación, entendiendo que los individuos que han sido víctimas o sus familiares requieren la reconstrucción de sus comunidades de origen no sólo para volver, sino para fortalecer el Estado de Derecho desde abajo.
Corresponderá al Gobierno una actitud colaboradora, realista y de compromiso con las víctimas. Las eternas discusiones sobre la viabilidad fiscal de los proyectos de reparación a víctimas, que se dan en todos los países, deben ser enfrentadas con imaginación. Los funcionarios de Hacienda tienen un tiempo prudencial para aprender de sus colegas en otras latitudes, que tuvieron que asumir los compromisos fiscales que corresponden. Ningún país que ha lanzado programas de reparación ha enfrentado quiebras o problemas económicos severos por el hecho de otorgar reparaciones. El financiamiento del programa debe ser pensado y concertado y todas las organizaciones sociales deben participar en ese debate.
La cooperación internacional tiene una oportunidad para contribuir en este esfuerzo, no necesariamente financiando las reparaciones, pero sí aliviando al Estado de otras tareas u ofreciendo, como se hizo en el Perú, un mecanismo de canje de deuda externa por reparación. Si se hace por el medio ambiente, ¿por qué no pensar en un esfuerzo generoso de los países acreedores de la deuda pública colombiana, creando fondos contravalor en beneficio de las víctimas?
Soluciones hay, y muchas. Hay que borrar los términos “inviable” e “imposible”. Probable y responsablemente habrá que ser progresivos. Ningún país logra reparar a sus víctimas en tres o cinco años. Esto tomará mucho tiempo más. Pero si la ruta y los principios son claros, las víctimas sentirán que ese Estado es suyo, que se preocupa por ellos, y que no forman parte de algoritmos integrados a lógicas políticas o financieras. Si Colombia es precursora en este modelo, bienvenida sea.
Javier Ciurlizza es director de International Center for Transitional Justice, una organización dedicada a la investigación y seguimiento de procesos de justicia transicional en el mundo que surgen de procesos de reconciliación después de conflictos internos.
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Javier Ciurlizza*
Todos los países que han debido enfrentar las secuelas de graves violaciones a los derechos humanos, han tenido que atender el asunto de las reparaciones a las víctimas, en el marco de la política de la justicia transicional. En situaciones tan diversas como Afganistán, Camboya, Sudáfrica, España, Alemania, Argentina, Chile, Perú, Guatemala, entre muchos otros, las preguntas giran sobre las mismas cuestiones morales y jurídicas; ¿es realista y viable reparar a todas las víctimas? ¿Cuál es el costo económico que la sociedad puede asumir? ¿Debemos reparar directamente o esperar las decisiones judiciales?
Las preguntas son legítimas en tanto reflejan las preocupaciones de los Estados por evitar mayores gastos para la caja fiscal y, al mismo tiempo, atender eficazmente a las víctimas. A los gobiernos les suele preocupar que las reparaciones clausuren las demandas judiciales. Al movimiento de derechos humanos le preocupa que las políticas de atención a las víctimas no impliquen renunciar a la persecución penal de los crímenes cometidos y a que se conozca a cabalidad la historia del horror. En todos los casos, sin embargo, a las víctimas sólo les preocupa que no se cargue sobre ellas la responsabilidad de la reparación o, en situaciones más complejas, que se les eche la culpa por no contribuir a la reconciliación.
La adopción, por parte del Senado de la República, de una ley para regular múltiples aspectos de la atención y reparación a las víctimas, constituye un inmenso acierto en la búsqueda de los equilibrios entre un Estado que se asume responsable frente a las víctimas y la sociedad y la asignación de recursos necesarios para que los programas que se desarrollen no se confundan con asistencia humanitaria o con meras prestaciones sociales. El proyecto incorpora la base fundamentalmente ética y política de las reparaciones, que no es poca cosa. Es a partir de este reconocimiento que los Estados empiezan a asumir de manera consistente la agenda que deja la violación, el crimen y la atrocidad.
Durante muchos años, varios países intentaron soslayar su responsabilidad de reparar a
las víctimas de la violencia a través de programas de focalización del gasto social, de inversiones productivas, de cobertura en servicios públicos, de otorgar acceso al seguro universal de salud o a las prestaciones educativas. El detalle en todas estas encomiables medidas, era que cualquier ciudadano – víctima o no – tiene el derecho constitucionalmente consagrado a que el Estado le garantice el acceso a estas prestaciones. Por ejemplo, cuando en el Perú se anunció que las víctimas serían incorporadas al seguro público de salud, hubo protestas y hasta burlas por parte de muchas de ellas que decían que era más fácil acceder al seguro de salud que ser efectivamente atendido en medio de todas sus deficiencias.
Otro acierto del proyecto de ley es su pretensión de ser integral. Aún cuando su articulado es limitado en cuanto a ciertos temas (por ejemplo, el de las prestaciones en salud mental), sin duda avanza en aquellos terrenos que fueron sólo mencionados muy someramente por el decreto 1290 (por el cual el Gobierno aprobó el Programa Administrativo de Reparaciones). La ley regula con detalle las prestaciones de carácter humanitario, la restitución de tierras y aspectos del procedimiento penal en cuanto a la participación de las víctimas, así como establece mecanismos permanentes de preservación de la memoria histórica. Esta pretensión de integralidad es una garantía del éxito de los programas, pues la experiencia comparada muestra que aquellas propuestas de reparaciones que se limitan a un solo aspecto fracasan o se vuelven precisamente inviables.
Así, en Argentina se buscó durante años que unos cheques con cuantiosas sumas (de hasta 200,000 dólares) cerraran el capítulo de las reclamaciones de las víctimas. Algunos sectores de víctimas rechazaron esta indemnización. Un obstáculo para esta política era la vigencia de las oprobiosas leyes de obediencia debida y punto final. Cuando finalmente la Corte Suprema argentina declaró nulas ambas leyes, la reparación empezó a encontrar sentido integrador con el enjuiciamiento de los responsables. Por otro lado, las graves limitaciones que enfrenta el programa de reparaciones en Sudáfrica tienen que ver con la falta de atención a las recomendaciones integrales de la Comisión de la Verdad y Reconciliación y el fracaso de la justicia de dicho país en procesar a aquellas personas que cometieron crímenes atroces y que se negaron a pasar por el proceso de la Comisión de la Verdad y Reconciliación o que simplemente mintieron para obtener amnistías.
El proyecto de ley aprobado en el Senado hace justicia a las víctimas al incorporarlas sin discriminación alguna, aún cuando falta precisar cómo se incluirá en su articulado el contenido del Decreto 1290. De esta manera, quedarían incluidas en los beneficios las víctimas provocadas por acción u omisión de agentes del Estado. Nuevamente, los senadores por unanimidad han respaldado la mejor solución posible, no sólo porque se ajusta a los principios internacionales, sino porque fortalece la viabilidad del proceso de reparaciones, al suprimir una causa de protesta y de falta de legitimidad del programa.
Las víctimas no pueden ser distinguidas en función de quién les disparó, o quién las masacró. Ernesto Sábato, al referirse a las víctimas de los movimientos subversivos argentinos y respondiendo a si ellos deberían ser incluidos en las reparaciones, decía: “los muertos son iguales en sus tumbas, la tierra los une y es ridículo pensar que una ley puede distinguir el dolor de sus familiares”. La discriminación en función de quién perpetró el acto no es buena consejera, ni por razones éticas ni por razones políticas.
La Cámara de Representantes de Colombia tendrá, a partir del 20 de julio, un reto formidable pero sustancial. Deberá preservar los innegables avances de la ley aprobada en el Senado, pero mejorando varios de sus aspectos. Dentro de estos podemos mencionar la necesidad urgente de aprovechar la ley para crear un programa administrativo que tenga pretensión de integralidad, es decir, que articule los esfuerzos del Estado en función de los derechos de las víctimas, y no al revés. Los Representantes bien podrían considerar desarrollar aún más la política de salud específicamente dirigida a las víctimas, en especial la atención de los inmensos traumas que deja la violencia.
También podría incorporar la dimensión colectiva de la reparación, entendiendo que los individuos que han sido víctimas o sus familiares requieren la reconstrucción de sus comunidades de origen no sólo para volver, sino para fortalecer el Estado de Derecho desde abajo.
Corresponderá al Gobierno una actitud colaboradora, realista y de compromiso con las víctimas. Las eternas discusiones sobre la viabilidad fiscal de los proyectos de reparación a víctimas, que se dan en todos los países, deben ser enfrentadas con imaginación. Los funcionarios de Hacienda tienen un tiempo prudencial para aprender de sus colegas en otras latitudes, que tuvieron que asumir los compromisos fiscales que corresponden. Ningún país que ha lanzado programas de reparación ha enfrentado quiebras o problemas económicos severos por el hecho de otorgar reparaciones. El financiamiento del programa debe ser pensado y concertado y todas las organizaciones sociales deben participar en ese debate.
La cooperación internacional tiene una oportunidad para contribuir en este esfuerzo, no necesariamente financiando las reparaciones, pero sí aliviando al Estado de otras tareas u ofreciendo, como se hizo en el Perú, un mecanismo de canje de deuda externa por reparación. Si se hace por el medio ambiente, ¿por qué no pensar en un esfuerzo generoso de los países acreedores de la deuda pública colombiana, creando fondos contravalor en beneficio de las víctimas?
Soluciones hay, y muchas. Hay que borrar los términos “inviable” e “imposible”. Probable y responsablemente habrá que ser progresivos. Ningún país logra reparar a sus víctimas en tres o cinco años. Esto tomará mucho tiempo más. Pero si la ruta y los principios son claros, las víctimas sentirán que ese Estado es suyo, que se preocupa por ellos, y que no forman parte de algoritmos integrados a lógicas políticas o financieras. Si Colombia es precursora en este modelo, bienvenida sea.
Javier Ciurlizza es director de International Center for Transitional Justice, una organización dedicada a la investigación y seguimiento de procesos de justicia transicional en el mundo que surgen de procesos de reconciliación después de conflictos internos.
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