Por
Fernando Londoño Hoyos
Agosto 1 de 2007 - REFLECTOR
Negarlo es quitarnos el Derecho a la Paz
Cuando en la universidad enseñábamos filosofía del derecho -qué tiempos felices- decíamos que el objeto de esa disciplina no son las leyes, modesto instrumento de lógica jurídica formal, sino la vida en la dimensión que llaman los maestros de interferencia intersubjetiva. No se arredre, lector querido, que estas palabras tienen por objeto simplificarle la cuestión, que no complicársela. Vamos a la prueba.
Si los miembros de las autodefensas ilegales, que con tan insólita tozudez se siguen llamando paramilitares, son meros delincuentes comunes, no serían amnistiables ni indultables, con lo que la paz de Colombia se haría imposible. Porque a nadie se le ocurre que más de 40 mil de esos díscolos sujetos puedan ser oídos en indagatoria, procesados y juzgados de cualquier manera.
Ese imposible absoluto nos condenaría a mantenernos en guerra hasta que el último de ellos sea reducido por la fuerza, de cualquiera de los modos que la fuerza puede contra un bandido que a la sociedad enfrenta. Por el contrario, si nos entendemos con delincuentes de naturaleza política, caben la Ley de Justicia y Paz, la reinserción y el otorgamiento del perdón que la Constitución autoriza para los que no hayan cometido delitos que hoy se llaman de lesa humanidad.
Las autodefensas nacieron para enfrentar en el lenguaje de las armas el problema que la guerrilla planteaba en muchas zonas del territorio nacional. Si nadie, ni siquiera la Corte, se atreve a negarle contenido político al hecho de la agresión, difícilmente se le quitaría ese significado a la reacción que ella produjo.
La guerrilla se apoderó de gran parte del país llenando un vacío de poder político que dejaron sucesivos gobiernos pusilánimes e ineptos. Los tales paramilitares se enfrentaron a la guerrilla dentro de esa ausencia total de poder legítimo, no para reivindicarlo sino para sustituirlo. Eso es Política, todo lo detestable que se quiera.
Los dichos paramilitares cometían toda clase de atropellos, hasta los más inicuos, para tomarse y detentar el Poder. Fijaban contribuciones, que cobraban con eficacia que envidiaría el mejor Ministro de Hacienda. Disponían, muy de acuerdo con esa forma de tributación, quiénes conservaban tierras y quiénes debían salir de las que tuvieran. Castigaban las infidelidades a su poder de imperio, hasta con la muerte.
Resolvían litigios y por último decidían quiénes se encargasen del poder territorial formal y en cuáles medidas habrían de compartirlo con ellos. Si todo esto no es cuestión de Poder, que a su turno es el contenido y la esencia de la Política, no sabríamos dónde encontrar una más abrumadora realidad existencial del Poder y la Política.
No recordamos estos fenómenos para nuestro orgullo, sino para nuestra vergüenza. Cuando hemos recuperado la Nación, que se había perdido; el Estado de Derecho, que no existía sino en los textos constitucionales, impotentes y grotescos, y la plenitud de una democracia de la que no teníamos sino el remedo, no nos resta más que felicitarnos por nuestra nueva condición, sin necesidad de hacer burla del pesaroso ayer.
La tesis de la Corte Suprema de Justicia parece una caricatura de nuestro trágico pasado. Pensar que todas esas cosas que vivimos se debieron a la inconexa y superficial acumulación de delitos comunes es una perversión de estimativa. Invitamos a la Corte a que deje de vivir un día con el alma prendida de un inciso, como recomendaba el gran Gilberto Alzate, para que se haga cargo de esa dura y si se quiere siniestra realidad en que consistió el paramilitarismo. Solo ello bastará para que entienda que fue ese un vasto fenómeno político, que vamos a superar, si es servida de darnos para ello su consentimiento y su venia.
Cuando en la universidad enseñábamos filosofía del derecho -qué tiempos felices- decíamos que el objeto de esa disciplina no son las leyes, modesto instrumento de lógica jurídica formal, sino la vida en la dimensión que llaman los maestros de interferencia intersubjetiva. No se arredre, lector querido, que estas palabras tienen por objeto simplificarle la cuestión, que no complicársela. Vamos a la prueba.
Si los miembros de las autodefensas ilegales, que con tan insólita tozudez se siguen llamando paramilitares, son meros delincuentes comunes, no serían amnistiables ni indultables, con lo que la paz de Colombia se haría imposible. Porque a nadie se le ocurre que más de 40 mil de esos díscolos sujetos puedan ser oídos en indagatoria, procesados y juzgados de cualquier manera.
Ese imposible absoluto nos condenaría a mantenernos en guerra hasta que el último de ellos sea reducido por la fuerza, de cualquiera de los modos que la fuerza puede contra un bandido que a la sociedad enfrenta. Por el contrario, si nos entendemos con delincuentes de naturaleza política, caben la Ley de Justicia y Paz, la reinserción y el otorgamiento del perdón que la Constitución autoriza para los que no hayan cometido delitos que hoy se llaman de lesa humanidad.
Las autodefensas nacieron para enfrentar en el lenguaje de las armas el problema que la guerrilla planteaba en muchas zonas del territorio nacional. Si nadie, ni siquiera la Corte, se atreve a negarle contenido político al hecho de la agresión, difícilmente se le quitaría ese significado a la reacción que ella produjo.
La guerrilla se apoderó de gran parte del país llenando un vacío de poder político que dejaron sucesivos gobiernos pusilánimes e ineptos. Los tales paramilitares se enfrentaron a la guerrilla dentro de esa ausencia total de poder legítimo, no para reivindicarlo sino para sustituirlo. Eso es Política, todo lo detestable que se quiera.
Los dichos paramilitares cometían toda clase de atropellos, hasta los más inicuos, para tomarse y detentar el Poder. Fijaban contribuciones, que cobraban con eficacia que envidiaría el mejor Ministro de Hacienda. Disponían, muy de acuerdo con esa forma de tributación, quiénes conservaban tierras y quiénes debían salir de las que tuvieran. Castigaban las infidelidades a su poder de imperio, hasta con la muerte.
Resolvían litigios y por último decidían quiénes se encargasen del poder territorial formal y en cuáles medidas habrían de compartirlo con ellos. Si todo esto no es cuestión de Poder, que a su turno es el contenido y la esencia de la Política, no sabríamos dónde encontrar una más abrumadora realidad existencial del Poder y la Política.
No recordamos estos fenómenos para nuestro orgullo, sino para nuestra vergüenza. Cuando hemos recuperado la Nación, que se había perdido; el Estado de Derecho, que no existía sino en los textos constitucionales, impotentes y grotescos, y la plenitud de una democracia de la que no teníamos sino el remedo, no nos resta más que felicitarnos por nuestra nueva condición, sin necesidad de hacer burla del pesaroso ayer.
La tesis de la Corte Suprema de Justicia parece una caricatura de nuestro trágico pasado. Pensar que todas esas cosas que vivimos se debieron a la inconexa y superficial acumulación de delitos comunes es una perversión de estimativa. Invitamos a la Corte a que deje de vivir un día con el alma prendida de un inciso, como recomendaba el gran Gilberto Alzate, para que se haga cargo de esa dura y si se quiere siniestra realidad en que consistió el paramilitarismo. Solo ello bastará para que entienda que fue ese un vasto fenómeno político, que vamos a superar, si es servida de darnos para ello su consentimiento y su venia.
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