lunes, julio 30, 2007

Opinio Juris Nro. 35

¡El delito político sí existía!

Por
Armando Benedetti Jimeno

Procede rechazar presiones desde el Gobierno y las cárceles.

Desde la Casa de Nariño se miró siempre despectivamente el delito político: no existía sino como un resto romántico de instrumentos jurídicos en desuso. Unos pocos años después, sin embargo, nadie ha ido tan lejos en materia de contenidos y prácticas del delito político. El solo hecho de suponer sediciosos a quienes no combatieron al Estado sino que "lo suplantaron", lo convierte en caso singular.

En realidad, la historia de los instrumentos jurídicos sobre el delito político es la historia misma del país. Puede rastrearse con ellos lo que ocurría cada vez. Con el Código de Santander en 1837, que le imponía la pena de muerte, con el de 1873 que, en armonía con la Constitución de Rionegro, la prohibió; con el de Núñez, que la restauró; con el de 1936, que excluyó de responsabilidad penal a los rebeldes por muertes en combate, y hasta con el Estatuto de Seguridad de Turbay, que inventó los "delitos" de porte de propaganda subversiva y ocupación de lugares públicos para presionar decisiones de las autoridades.

La izquierda invirtió buena parte de sus esfuerzos en reivindicar el delito político. La derecha en lo contrario. Salvo el hecho, no despreciable, de que se proclama "suplantar" al Estado cuando se pretende, generalmente sin razón, autoridad moral ni pertinencia ética alguna, salvarlo de sus enemigos naturales, es decir, sediciosos propiamente dichos, las controversias desnudan que los discursos se construyen a la medida de los intereses de cada quien.

A veces cuesta trabajo, en parte por los discursos cambiados, seguir el curso a los acontecimientos. Los jefes paramilitares de Itagüí, por ejemplo, no están en rebeldía contra las diligencias judiciales a que están obligados, porque un fallo de la Corte ponga en riesgo los beneficios de la Ley de Justicia y Paz. Puede que haya muchos colombianos que ignoren que ese riesgo es solo para sus tropas ilegales, esto es, para quienes no cometieron delitos atroces ni tienen responsabilidades mayores en el reclutamiento y dirección de la muerte, el saqueo y el despojo.

Puede que lo de Itagüí sea un gesto solidario con sus inferiores. O un respetable acto de mínima coherencia y equidad: de otra manera, sus subalternos recibirían penas entre cinco y ocho veces mayores que las de ellos. Y puede, también, que detrás de esa generosidad imprescindible se parapete un elegante esguince a la extradición, la preocupación de sudorosas y recurrentes pesadillas. Los delitos políticos no son extraditables. Y la sedición lo es por antonomasia.

Creo las siguientes cosas sobre el particular: 1) Que la Corte Suprema de Justicia tiene toda la razón jurídica para actuar como actuó. 2) Que es una falta de respeto tratar de incidir, desde el Gobierno, o desde las cárceles, sobre sus fallos. 3) Que, al revés, el Gobierno tiene la suerte, con el fallo de la Corte, de intentar decisiones del Congreso que pongan a salvo la estabilidad de la desmovilización paramilitar. 4) Que es indiscutible que habrá que crear un instrumento jurídico que, sin torcerles el pescuezo a la Carta y a la ley, regale certezas y estabilidad a esa desmovilización. 5) Que ojalá tengamos el valor de asumir que con extradición la desmovilización es impensable y que, por lo tanto, llegó la hora de aceptar que no la seguiremos utilizando a discreción para aconductar a conveniencia, y cada vez, a los paracos.

Ojalá encontremos algo más imaginativo que lo que el Gobierno colgó en Internet. Algo que asuma los difíciles retos del proceso, con transparencia y honestidad. Que, por ejemplo, para añadir la extradición no sea preciso desnaturalizar el delito político, que estabilice un proceso sometido a crisis periódicas, que exija y logre toda la verdad y toda la reparación, y que no beneficie sino a quienes tiene que beneficiar...

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