El delito político y el interés nacional
Por
Iván Orozco Abad *
En las circunstancias actuales de emergencia de una nueva conciencia humanitaria globalizante que frente a crímenes de masas privilegia la memoria sobre el olvido y el castigo sobre el perdón, y que se representa la paz -aun la paz negociada- como victoria simbólica del Estado democrático de derecho sobre los violentos de cualquier signo, la justicia ha vuelto mucho más difíciles que en el pasado las soluciones negociadas.
El hecho de que tanto los Auschwitz como los Gulag fueran un producto de la modernidad y de su idea de progreso dio al traste hace tiempo en los países del centro, y últimamente por diseminación doctrinal y jurisprudencial también en los de la periferia, con toda justificación de la violencia en términos de progreso -revolucionario-. La violencia es tenida, cada vez más, por un medio que no se justifica por ningún fin. El delito político se convirtió en terrorismo. El fin de la Guerra Fría y la apoteosis subsecuente de la democracia liberal como "Fin de la Historia", al igual que la doctrina Bush post- 11 de septiembre, no han hecho otra cosa que consolidar dicha tendencia.
En Colombia, en un horizonte de mediano plazo, el asunto del delito político está ligado antes que nada a la necesidad práctica de preservar para los órganos políticos márgenes de maniobra suficientes frente a los órganos judiciales y, sobre todo, frente a la comunidad internacional. Porque en el agregado a la justicia doméstica se ha vuelto heterónoma frente a los centros regionales y globales del poder judicial, es importante que los órganos políticos nacionales mantengan hoy un margen significativo de autonomía para negociar la paz. Y no hay paz negociada con enemigos no derrotados si no se tienen a disposición incentivos materiales y simbólicos como son el otorgamiento de un cierto grado de impunidad y el reconocimiento de su carácter político. La competencia constitucional en cabeza de los órganos políticos para calificar como político o común a un actor armado ilegal así como la ya menguada para amnistiar e indultar, la conexidad entre el delito fin y el delito medio, la no extradición por delitos políticos y el reconocimiento de gabelas políticas para los reinsertados, son los principales elementos en juego.
Si bien los jueces del nuevo constitucionalismo son cada vez más autónomos frente a los órganos políticos -como lo demostró la Corte Constitucional con su sentencia sobre la Ley de Justicia y Paz-, son en cambio cada vez más esclavos de los dictados de instancias judiciales regionales y globales, articuladas en torno a los estatutos de derechos humanos y de derecho penal internacional. Por supuesto que no todo es malo en esa nueva heteronomía. Sin presión internacional intra y extrajudicial, las víctimas de la violencia en Colombia seguirían condenadas a la invisibilidad y a la impotencia judicial y política. Pero del otro lado, si absolutizamos jurisprudencialmente el derecho de las víctimas a la justicia, la paz negociada se convertirá en un imposible.
Si el Gobierno saca adelante su proyecto de ley de asimilación de la asociación para delinquir (delito común) a la sedición (delito político), con ello ciertamente no se habrá afectado la presencia de la figura en la Constitución, lo cual es bueno, pero sí se habrá restringido el margen de maniobra de los órganos políticos parta lidiar mañana con las guerrillas. En ese evento, los jueces, actuando bajo la compulsión del principio de igualdad, tendrán que exigir en el futuro que se les dé a las guerrillas el mismo tratamiento que se les dio a los 'paras'. Si se acuerda una salida distinta, por ejemplo a través de reconocerle al Fiscal General la competencia para aplicar el principio de oportunidad en el sentido de no perseguir a los miles de desmovilizados que se han quedado sin piso legal, la capacidad de los órganos políticos para tratar como igual lo igual y como diferente lo diferente, permanecerá más abierta. Prefiero lo segundo, pero me resigno a lo primero siempre y cuando los órganos políticos no decidan, con actitud suicida y ciertamente muy contraria al interés nacional, sacar el delito político de nuestra Carta Fundamental.
* Profesor de la Universidad de los Andes
El hecho de que tanto los Auschwitz como los Gulag fueran un producto de la modernidad y de su idea de progreso dio al traste hace tiempo en los países del centro, y últimamente por diseminación doctrinal y jurisprudencial también en los de la periferia, con toda justificación de la violencia en términos de progreso -revolucionario-. La violencia es tenida, cada vez más, por un medio que no se justifica por ningún fin. El delito político se convirtió en terrorismo. El fin de la Guerra Fría y la apoteosis subsecuente de la democracia liberal como "Fin de la Historia", al igual que la doctrina Bush post- 11 de septiembre, no han hecho otra cosa que consolidar dicha tendencia.
En Colombia, en un horizonte de mediano plazo, el asunto del delito político está ligado antes que nada a la necesidad práctica de preservar para los órganos políticos márgenes de maniobra suficientes frente a los órganos judiciales y, sobre todo, frente a la comunidad internacional. Porque en el agregado a la justicia doméstica se ha vuelto heterónoma frente a los centros regionales y globales del poder judicial, es importante que los órganos políticos nacionales mantengan hoy un margen significativo de autonomía para negociar la paz. Y no hay paz negociada con enemigos no derrotados si no se tienen a disposición incentivos materiales y simbólicos como son el otorgamiento de un cierto grado de impunidad y el reconocimiento de su carácter político. La competencia constitucional en cabeza de los órganos políticos para calificar como político o común a un actor armado ilegal así como la ya menguada para amnistiar e indultar, la conexidad entre el delito fin y el delito medio, la no extradición por delitos políticos y el reconocimiento de gabelas políticas para los reinsertados, son los principales elementos en juego.
Si bien los jueces del nuevo constitucionalismo son cada vez más autónomos frente a los órganos políticos -como lo demostró la Corte Constitucional con su sentencia sobre la Ley de Justicia y Paz-, son en cambio cada vez más esclavos de los dictados de instancias judiciales regionales y globales, articuladas en torno a los estatutos de derechos humanos y de derecho penal internacional. Por supuesto que no todo es malo en esa nueva heteronomía. Sin presión internacional intra y extrajudicial, las víctimas de la violencia en Colombia seguirían condenadas a la invisibilidad y a la impotencia judicial y política. Pero del otro lado, si absolutizamos jurisprudencialmente el derecho de las víctimas a la justicia, la paz negociada se convertirá en un imposible.
Si el Gobierno saca adelante su proyecto de ley de asimilación de la asociación para delinquir (delito común) a la sedición (delito político), con ello ciertamente no se habrá afectado la presencia de la figura en la Constitución, lo cual es bueno, pero sí se habrá restringido el margen de maniobra de los órganos políticos parta lidiar mañana con las guerrillas. En ese evento, los jueces, actuando bajo la compulsión del principio de igualdad, tendrán que exigir en el futuro que se les dé a las guerrillas el mismo tratamiento que se les dio a los 'paras'. Si se acuerda una salida distinta, por ejemplo a través de reconocerle al Fiscal General la competencia para aplicar el principio de oportunidad en el sentido de no perseguir a los miles de desmovilizados que se han quedado sin piso legal, la capacidad de los órganos políticos para tratar como igual lo igual y como diferente lo diferente, permanecerá más abierta. Prefiero lo segundo, pero me resigno a lo primero siempre y cuando los órganos políticos no decidan, con actitud suicida y ciertamente muy contraria al interés nacional, sacar el delito político de nuestra Carta Fundamental.
* Profesor de la Universidad de los Andes
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