Le escuché al primer mandatario –de segundo mandato– separar conceptos entre el Estado de Derecho y el Estado de Opinión, al cual se atiene más su estilo de gobierno.
Lorenzo Madrigal
sábado, 19 de mayo de 2007
Le escuché al primer mandatario –de segundo mandato– separar conceptos entre el Estado de Derecho y el Estado de Opinión, al cual se atiene más su estilo de gobierno. D’Artagnan, entre tanto, le preparaba unos delicados platanitos almibarados, que el invitado engullía con apetito (pocos invitados de D’Artagnan le comen, para no hablar con la boca llena). Uribe, sin embargo, lejos de elogiar la buena mesa, se explayaba en cualquier tema que bien podía ser la producción de banano en el Urabá paramilitar, con cifras porcentuales, por supuesto.
El Estado de Derecho, aquel por el cual un gobernante y sus súbditos deben atenerse a reglas preestablecidas por la voluntad popular, no está en buen uso en las democracias alteradas de hoy. Se prefiere un Estado de Opinión, que hace veleidosos a los gobiernos, atenidos al favor diario de las masas (hoy en día, al vaivén de las encuestas), regidos por plebiscitos o reformas provocadas por el gobernante mismo, con evidente descaro y acomodamiento.
Jurar ajustarse a sus propias reglas es lo más autocrático que pueda darse. “Juro sobre esta moribunda Constitución…” dijo con ironía el dictador Chávez, cuando tomó posesión en Venezuela, porque su intención era cambiarla. A los ocho o nueve años de mando, otros reglamentos rigen y otras corporaciones de leyes y de justicia han sido instalados y acomodados al nuevo orden.
Ignoro dónde aprendieron democracia los presidentes que gobiernan en estos turbulentos días de América Latina. Llegan todos a hacer Constitución, a innovar y entonces sí dicen respetar un Estado de Derecho, por ellos mismos elaborado. Si algún inconveniente se presenta en desempeño de las funciones de gobierno, se arregla el articulito respectivo, que para ello cuentan con mayorías en las corporaciones políticas y de justicia. Pero lo más desaforado, si cabe el término, es decretarse a sí mismo la reelección inmediata o la indefinida, con reformas constitucionales puestas a disposición del gobernante por sus amigos.
Los Estados de Opinión campean. Rafael Correa, en Ecuador, que ha provocado la erosión de todos los órganos del poder y atropellado a la antigua diputación, cuenta con el 76% de favorabilidad popular, un punto más que el presidente Álvaro Uribe, cuyos áulicos piensan ya en remacharlo al poder. Van por la segunda reelección, si la escandola de estos días no mella su invulnerable prestigio. Popular es, pero de un Estado en desorden, en que no aplican las sabias reglas del juego democrático y las más respetables tradiciones.
En esas vamos con otros pueblos de esta América, semejándonos como ha ocurrido siempre, por los efectos de demostración. Otros días vendrán de democracia y con igual simultaneidad unos pueblos y otros desalojarán a los que entonces serán viejos autócratas populistas. No hay mal que dure cien años.
Tomado de El Espectador, 20 de mayo de 2007
El Estado de Derecho, aquel por el cual un gobernante y sus súbditos deben atenerse a reglas preestablecidas por la voluntad popular, no está en buen uso en las democracias alteradas de hoy. Se prefiere un Estado de Opinión, que hace veleidosos a los gobiernos, atenidos al favor diario de las masas (hoy en día, al vaivén de las encuestas), regidos por plebiscitos o reformas provocadas por el gobernante mismo, con evidente descaro y acomodamiento.
Jurar ajustarse a sus propias reglas es lo más autocrático que pueda darse. “Juro sobre esta moribunda Constitución…” dijo con ironía el dictador Chávez, cuando tomó posesión en Venezuela, porque su intención era cambiarla. A los ocho o nueve años de mando, otros reglamentos rigen y otras corporaciones de leyes y de justicia han sido instalados y acomodados al nuevo orden.
Ignoro dónde aprendieron democracia los presidentes que gobiernan en estos turbulentos días de América Latina. Llegan todos a hacer Constitución, a innovar y entonces sí dicen respetar un Estado de Derecho, por ellos mismos elaborado. Si algún inconveniente se presenta en desempeño de las funciones de gobierno, se arregla el articulito respectivo, que para ello cuentan con mayorías en las corporaciones políticas y de justicia. Pero lo más desaforado, si cabe el término, es decretarse a sí mismo la reelección inmediata o la indefinida, con reformas constitucionales puestas a disposición del gobernante por sus amigos.
Los Estados de Opinión campean. Rafael Correa, en Ecuador, que ha provocado la erosión de todos los órganos del poder y atropellado a la antigua diputación, cuenta con el 76% de favorabilidad popular, un punto más que el presidente Álvaro Uribe, cuyos áulicos piensan ya en remacharlo al poder. Van por la segunda reelección, si la escandola de estos días no mella su invulnerable prestigio. Popular es, pero de un Estado en desorden, en que no aplican las sabias reglas del juego democrático y las más respetables tradiciones.
En esas vamos con otros pueblos de esta América, semejándonos como ha ocurrido siempre, por los efectos de demostración. Otros días vendrán de democracia y con igual simultaneidad unos pueblos y otros desalojarán a los que entonces serán viejos autócratas populistas. No hay mal que dure cien años.
Tomado de El Espectador, 20 de mayo de 2007
No hay comentarios.:
Publicar un comentario